El coraje de usar las palabras poniendo en práctica la Palabra

Las palabras son importantes. Jesús dice que seremos juzgados por cada palabra infundada. Tal vez nosotros los cristianos deberíamos escuchar más lo que la Palabra de Dios dice acerca de nuestras palabras

Sergio Centofanti – Ciudad del Vaticano

Ciertamente, si nosotros los cristianos observáramos más la Palabra de Dios, cambiaría, y mucho, el tono de nuestros debates. Por ejemplo, ¿cómo serían nuestros comentarios y nuestras reflexiones si pusiéramos en práctica estas palabras de San Pablo?

“No salga de sus bocas ni una palabra mala, sino la palabra justa y oportuna que hace bien a quien la escucha (…). Arranquen de raíz de entre ustedes disgustos, arrebatos, enojos, gritos, ofensas y toda clase de maldad. Más bien sean buenos y comprensivos unos con otros, perdonándose mutuamente como Dios los perdonó en Cristo” (Carta a los Efesios 4, 29-32).

“Si se muerden y se devoran unos a otros”

Y sin embargo, comenzando por las redes sociales y los nuevos y viejos medios de comunicación, los sitios y los blogs, nosotros los cristianos no damos un buen espectáculo. Más allá de la legítima confrontación, la crítica leal y la ironía simpática, cuántas veces vemos acusaciones maliciosas y desproporcionadas, burlas, sarcasmo malicioso, calumnias repetidas sin cesar (para que al final quede el barro incluso con las desmentidas). ¿Cómo cambiaría este estilo si escucháramos el reproche del Apóstol de los Gentiles?

“Pues la Ley entera se resume en una frase: Amarás al prójimo como a ti mismo. Pero si se muerden y se devoran unos a otros, ¡cuidado!, que llegarán a perderse todos. Por eso les digo: caminen según el espíritu y así no realizarán los deseos de la carne” (Carta a los Gálatas 5, 14-16).

¿El mal vende más que el bien?

Si nosotros los cristianos pusiéramos en práctica la Palabra de Dios, ¿cómo cambiaría nuestro mundo de la comunicación? ¿Quizás se vendería menos, porque el mal aumenta la audiencia y vende mejor? En un antiguo programa de televisión dedicado a los deportes, los presentes, de aficionados opuestos, se peleaban e insultaban fuertemente… después de haberse acordado en su intercambio de palabrotas y ofensas recíprocas. Todo esto era sólo una actuación para vender el programa. De los equipos idolatrados por los aficionados no les importaba nada. ¿A nosotros los cristianos nos interesa realmente la Iglesia, este pueblo formado por pecadores, todos, a los que Dios quiere salvar?

Vanidad de las palabras

Ciertamente también nosotros, los cristianos, no estamos exentos de los pecados auto-celebrativos, como el egocentrismo, la vanidad (el pecado favorito del diablo, tal como decían las últimas palabras de una conocida película). En el centro de nuestros comentarios, a menudo, estamos nosotros, están nuestras palabras, no la Palabra: nosotros crecemos y Jesús disminuye. Nos hacemos grandes como San Pablo que llamó hipócrita a San Pedro (todos somos San Pablo), nos hacemos santos como Catalina de Siena que escribía cartas de fuego al Papa (pero ella lo llamaba dulce Cristo en la tierra), nos hacemos grandes jueces, basados en “la ciencia, la competencia y el prestigio” (Can. Cic 212 §3), para acusar y condenar a los “Pastores de la Iglesia”, nos hacemos intérpretes de visiones y profecías descifrando los misterios de las visiones místicas, nos hacemos enviados especiales del Señor para redimir a la Iglesia de sus deshonras. Nos hacemos grandes y quizás merecemos el arrebato de Jesús que nos pide que no desperdiciemos las palabras: “Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí”. (Mt 15, 8).

Estimarse mutuamente

¿Cómo cambiaría el tono de nuestras reflexiones si tomáramos en serio esta famosa exhortación de San Pablo? Incluso para competir recíprocamente en el hecho de estimarse…

“Aborrezcan el mal y procuren todo lo bueno. Que entre ustedes el amor fraterno sea verdadero cariño, y adelántense al otro en el respeto mutuo… Bendigan a quienes los persigan; bendigan y no maldigan… No devuelvan a nadie mal por  mal” (Carta a los Romanos 12, 9-17).

Parresia sin caridad

Está la parresia, digamos, la franqueza del hablar. Sí, pero no hay amor:

“Aunque hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si me falta el amor sería como bronce que resuena o campana que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía y descubriera todos los misterios y la ciencia entera, aunque tuviera tanta fe como para trasladar montes, si me falta el amor nada soy… El amor es paciente y muestra comprensión. El amor no tiene celos, no aparenta ni se infla. No actúa con bajeza ni busca su propio interés, no se deja llevar por la ira y olvida lo malo. No se alegra de lo injusto, sino que se goza en la verdad” (Primera Carta a los Corintios 13, 1-2).

Saber hablar con respeto

Tantas guerras se han librado en nombre de la verdad, tantas violencias. Eso no es suficiente para nosotros y seguimos con las violencias verbales. ¿Cómo cambiaría nuestro lenguaje si escucháramos a San Pedro?

“Bendigan en sus corazones al Señor, a Cristo; estén siempre dispuestos para dar una respuesta a quien les pida cuenta de su esperanza, pero háganlo con sencillez y deferencia” (Primera Carta de San Pedro 3, 15).

Palabras que traspasan como espadas y palabras que curan

La atención al lenguaje está presente de modo insistente en la Biblia, a partir del Antiguo Testamento. Hay una mina de indicaciones:

Del libro de los Proverbios: “El  que difunde la calumnia es un insensato” (10, 18); “En el mucho hablar no faltará el pecado, el que refrena sus labios es prudente” (10, 19); “Hay quien habla sin reflexionar: traspasa como una espada, pero la lengua de los sabios sana” (12, 18); “El que guarda su boca guarda su vida, el que abre demasiado los labios encuentra la ruina” (13, 3); “Una respuesta suave calma la ira, una palabra punzante excita la ira” (15, 1); “Una lengua dulce es un árbol de vida, una maliciosa es una herida en el corazón” (15, 4); “La muerte y la vida están en el poder de la lengua y el que la acaricia comerá sus frutos” (15, 4). (18, 21); “No respondas al necio según su necedad, para que no seas tú también como él”. (26, 4).

Del Libro del Sirácides: “No mereces el título de calumniador y no calumnies con tu lengua” (4, 14); “No te pelees con un hombre de lengua y no añadas leña a su fuego” (8, 3); “El hombre de lengua es el terror de su ciudad, el que no puede controlar sus palabras será detestado” (9,18); “Antes del juicio examínate a ti mismo” (18, 20); “En la boca de los necios está su corazón, pero los sabios tienen la boca en el corazón” (21, 26); “Cuando un malvado maldice a su adversario, se maldice a sí mismo” (21,27); “El calumniador se daña a sí mismo y será detestado por su entorno” (21, 28); “Tu boca no está acostumbrada a vulgaridades groseras” (23, 13); “Un hombre acostumbrado a hablar con insultos no se corregirá a sí mismo en toda su vida” (23, 15). Cuando leemos estos textos, al final siempre decimos: Palabra de Dios.

Seremos juzgados por cada palabra infundada

Las palabras son importantes: revelan el corazón, dice Jesús. Seremos juzgados por cada palabra:

“La boca habla desde la plenitud del corazón. El hombre bueno de su buen tesoro saca cosas buenas, mientras que el hombre malo de su mal tesoro saca cosas malas. Pero os digo que de toda palabra infundada darán cuenta los hombres en el día del juicio; porque por vuestras palabras seréis justificados, y por vuestras palabras seréis condenados” (Mt 12, 35-37).

Acusaciones contra Jesús: transgresor de la Ley y endemoniado

Cuando condenamos de una manera muy fácil, pensemos en Jesús que fue acusado de ser un blasfemo, un subversivo de la tradición, un transgresor de las leyes divinas, incluso un endemoniado. ¿Cómo cambiarían nuestras palabras si escucháramos su Palabra?

“No juzguéis, para que no seáis juzgados; porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis seréis medidos. ¿Por qué miras la paja en el ojo de tu hermano, si no ves la viga en tu ojo? (…). No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en ese día: Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y echado fuera demonios en tu nombre y realizado muchos milagros en tu nombre? Pero les diré: Nunca os he conocido; apartaos de mí, obradores de iniquidad” (Mt 7, 1-23).

Sólo en el silencio se puede escuchar la voz de Dios

El riesgo que corremos los cristianos es el de leer, escuchar, escribir y decir muchas palabras (inútiles) sin escuchar la Palabra de Dios. Sin ese silencio que escucha la única Palabra necesaria, nuestras palabras pueden querer defender a Dios, a Jesús, a María, a los Papas, a la Iglesia, a la doctrina católica, pero no son palabras cristianas. Sin este silencio, los que quieran ver el mal, lo seguirán viendo aún frente a lo más bello del mundo, aún allí encontrarán un detalle, un pequeño defecto, una pequeña mancha oscura, para decir que todo está podrido. Y convencerá a muchos de que es así. Pasamos tanto tiempo en medio de las habladurías y nos perdemos la fuerza de la Palabra:

“La Palabra de Dios es viva, eficaz y más aguda que cualquier espada de doble filo; penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de los tuétanos, y escudriña los sentimientos y los pensamientos del corazón” (Carta a los Hebreos 4, 12).

La pregunta sigue siendo: ¿tenemos nosotros, los cristianos, en el uso de las palabras, el valor de poner en práctica la Palabra de Dios?

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