En la homilÃa de la misa de la noche del 24 de diciembre de 2017, Francisco dijo que “en Belén se generó una pequeña apertura para aquellos que han perdido su tierra, su patria, sus sueños; incluso para aquellos que han sucumbido a la asfixia que produce una vida encerradaâ€. Y explicó que, en los pasos de José y MarÃa vemos las huellas de familias enterasque hoy se ven obligadas a marchar.
Afirmó que “MarÃa y José, los que no tenÃan lugar, son los primeros en abrazar a aquel que viene a darnos carta de ciudadanÃa a todos. Aquel que en su pobreza y pequeñez denuncia y manifiesta que el verdadero poder y la auténtica libertad es la que cubre y socorre la fragilidad del más débilâ€.
Y recalcó que es a los paganos, pecadores y extranjeros a los que el ángel les dice: “No teman, porque les traigo una buena noticia… les ha nacido un Salvador…â€.
Dijo que esa es “la alegrÃa que esta noche estamos invitados a compartir, a celebrar y a anunciar. La alegrÃa con la que a nosotros, paganos, pecadores, extranjeros, Dios nos abrazó en su infinita misericordia y nos impulsa a hacer lo mismoâ€.
Por otra parte el Papa expuso que la fe de esa noche nos mueve a reconocer a Dios presente en todas las situaciones que lo creÃamos ausente, nos invita a dar espacio a una nueva imaginación social. Francisco concluyó diciendo que el Niño de Belén se ofrece a que lo alcemos y abracemos, para que en él no tengamos miedo de abrazar al sediento, al forastero, al enfermo, al preso.
Y rezó: “Pequeño Niño de Belén te pedimos que tu llanto despierte nuestra indiferencia… Que tu ternura revolucionaria nos mueva a sentirnos invitados, a hacernos cargo de la esperanza y de la ternura de nuestros pueblos.
Texto completo de la homilÃa del Papa traducido al español
«MarÃa dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre porque no habÃa lugar para ellos en el albergue» (Lc 2,7). De esta manera, simple pero clara, Lucas nos lleva al corazón de esta noche santa: MarÃa dio a luz, MarÃa nos dio la Luz. Un relato sencillo para sumergirnos en el acontecimiento que cambia para siempre nuestra historia. Todo, en esa noche, se volvÃa fuente de esperanza.
Vayamos unos versÃculos atrás. Por decreto del emperador, MarÃa y José se vieron obligados a marchar. Tuvieron que dejar su gente, su casa, su tierra y ponerse en camino para ser censados. Una travesÃa nada cómoda ni fácil para una joven pareja en situación de dar a luz: estaban obligados a dejar su tierra. En su corazón iban llenos de esperanza y de futuro por el niño que vendrÃa; sus pasos en cambio iban cargados de las incertidumbres y peligros propios de aquellos que tienen que dejar su hogar.
Y luego se tuvieron que enfrentar quizás a lo más difÃcil: llegar a Belén y experimentar que era una tierra que no los esperaba, una tierra en la que para ellos no habÃa lugar.
Y precisamente allÃ, en esa desafiante realidad, MarÃa nos regaló al Enmanuel. El Hijo de Dios tuvo que nacer en un establo porque los suyos no tenÃan espacio para él. «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). Y allÃ…, en medio de la oscuridad de una ciudad, que no tiene ni espacio ni lugar para el forastero que viene de lejos, en medio de la oscuridad de una ciudad en pleno movimiento y que en este caso pareciera que quiere construirse de espaldas a los otros, precisamente allà se enciende la chispa revolucionaria de la ternura de Dios. En Belén se generó una pequeña abertura para aquellos que han perdido su tierra, su patria, sus sueños; incluso para aquellos que han sucumbido a la asfixia que produce una vida encerrada.
En los pasos de José y MarÃa se esconden tantos pasos. Vemos las huellas de familias enteras que hoy se ven obligadas a marchar. Vemos las huellas de millones de personas que no eligen irse sino que son obligados a separarse de los suyos, que son expulsados de su tierra. En muchos de los casos esa marcha está cargada de esperanza, cargada de futuro; en muchos otros, esa marcha tiene solo un nombre: sobrevivencia. Sobrevivir a los Herodes de turno que para imponer su poder y acrecentar sus riquezas no tienen ningún problema en cobrar sangre inocente.
MarÃa y José, los que no tenÃan lugar, son los primeros en abrazar a aquel que viene a darnos carta de ciudadanÃa a todos. Aquel que en su pobreza y pequeñez denuncia y manifiesta que el verdadero poder y la auténtica libertad es la que cubre y socorre la fragilidad del más débil.
Esa noche, el que no tenÃa lugar para nacer es anunciado a aquellos que no tenÃan lugar en las mesas ni en las calles de la ciudad. Los pastores son los primeros destinatarios de esta buena noticia. Por su oficio, eran hombres y mujeres que tenÃan que vivir al margen de la sociedad. Las condiciones de vida que llevaban, los lugares en los cuales eran obligados a estar, les impedÃan practicar todas las prescripciones rituales de purificación religiosa y, por tanto, eran considerados impuros. Su piel, sus vestimentas, su olor, su manera de hablar, su origen los delataba. Todo en ellos generaba desconfianza. Hombres y mujeres de los cuales habÃa que alejarse, a los cuales temer; se los consideraba paganos entre los creyentes, pecadores entre los justos, extranjeros entre los ciudadanos. A ellos (paganos, pecadores y extranjeros) el ángel les dice: «No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegrÃa para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el MesÃas, el Señor» (Lc2,10-11).
Esa es la alegrÃa que esta noche estamos invitados a compartir, a celebrar y a anunciar. La alegrÃa con la que a nosotros, paganos, pecadores y extranjeros Dios nos abrazó en su infinita misericordia y nos impulsa a hacer lo mismo.
La fe de esa noche nos mueve a reconocer a Dios presente en todas las situaciones en las que lo creÃamos ausente. Él está en el visitante indiscreto, tantas veces irreconocible, que camina por nuestras ciudades, en nuestros barrios, viajando en nuestros metros, golpeando nuestras puertas.
Y esa misma fe nos impulsa a dar espacio a una nueva imaginación social, a no tener miedo a ensayar nuevas formas de relación donde nadie tenga que sentir que en esta tierra no tiene lugar. Navidad es tiempo para transformar la fuerza del miedo en fuerza de la caridad, en fuerza para una nueva imaginación de la caridad. La caridad que no se conforma ni naturaliza la injusticia sino que se anima, en medio de tensiones y conflictos, a ser «casa del pan», tierra de hospitalidad. Nos lo recordaba san Juan Pablo II: «¡No temáis! ¡Abrid, más todavÃa, abrid de par en par las puertas a Cristo!» (HomilÃa en la Misa de inicio de Pontificado, 22 octubre 1978)
En el niño de Belén, Dios sale a nuestro encuentro para hacernos protagonistas de la vida que nos rodea. Se ofrece para que lo tomemos en brazos, para que lo alcemos y abracemos. Para que en él no tengamos miedo de tomar en brazos, alzar y abrazar al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al preso (cf. Mt 25,35-36). «¡No temáis! ¡Abrid, más todavÃa, abrid de par en par las puertas a Cristo!». En este niño, Dios nos invita a hacernos cargo de la esperanza. Nos invita a hacernos centinelas de tantos que han sucumbido bajo el peso de esa desolación que nace al encontrar tantas puertas cerradas. En este Niño, Dios nos hace protagonistas de su hospitalidad.
Conmovidos por la alegrÃa del don, pequeño Niño de Belén, te pedimos que tu llanto despierte nuestra indiferencia, abra nuestros ojos ante el que sufre. Que tu ternura despierte nuestra sensibilidad y nos mueva a sabernos invitados a reconocerte en todos aquellos que llegan a nuestras ciudades, a nuestras historias, a nuestras vidas. Que tu ternura revolucionaria nos convenza a sentirnos invitados, a hacernos cargo de la esperanza y de la ternura de nuestros pueblos.
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